El miserable y, sobre todo, ingrato tratamiento que Europa da a los “refugiados”, agregado a las bravuconadas racistas y xenófobas de Donald Trump por mencionar lo más notorio mediáticamente, sin contar con las endémicas guerras tribales en África, los conflictos en Medio Oriente y las silenciadas marginaciones de pueblos originarios en América, nos enfrentan con la desgraciada tarea de salir a discutir una y otra vez sobre estas miserias. Los dichos de Trump envalentonan, aquí y allá en nuestra Latinoamérica, a oportunistas vasallos locales que, eludiendo las responsabilidades de las políticas neoliberales sobre la pobreza y la desigualdad, adjudican algunos males económicos (y también culturales) a los inmigrantes. No les interesa mucho que no haya datos objetivos (sobre empleo, salud, ingreso a las universidades –al menos en la Argentina que son gratuitas-, origen de la población carcelaria, etc.) que sustenten sus dichos porque, en verdad, impactan sobre sustratos emocionales individualistas y prejuiciosos.
Como quiera que sea, el desprecio, la degradación, la discriminación siempre se hicieron sobre la base de mezclar/confundir/asimilar diversidad con la desigualdad: el otro es inferior y esa inferioridad se detecta y justifica en que es diverso de mí/nosotros sin tener en cuenta que la diversidad es un problema biológico y la desigualdad un problema político. Durante siglos –desde la Grecia de Platón y Aristóteles, hasta fines del s.XVIII-, prevaleció la concepción de que las personas eran desiguales por naturaleza, de modo que la desigualdad social no era más que el correlato de la misma naturaleza humana.
La Modernidad trae consigo, por razones imposibles de abordar aquí, la igualdad por naturaleza y los derechos individuales, que quedarán como un logro definitivo. En este contexto, sancionada filosóficamente y, en ocasiones incluso políticamente y ante ley, la igualdad formal (la igualdad material y real, en muchos casos, aún está pendiente), el discurso sobre la desigualdad se desplaza a la órbita de las ciencias biológicas y biomédicas que comenzarán, sobre todo a partir del s.XIX, a dar razones biológicas de las jerarquías raciales. Pero la situación era más compleja, no se trata solo del cuadro tradicional de las jerarquías raciales sino de detectar también a los superiores y los inferiores al interior de la “raza blanca”, como veremos luego. La medición y la observación de rasgos que muestran esas jerarquías se desarrolló en varias líneas: las localizaciones cerebrales de la frenología, las múltiples versiones de la craneometría (midiendo volumen y peso del cerebro, ángulos faciales, proporciones del cráneo), los rasgos del criminal nato en la antropología criminal lombrosiana y sus herejías más fisiológicas como la del médico fascista italiano N. Pende, entre otras. Todas estas formas específicas de detectar a los “inferiores” en un contexto racista y en medio de circunstancias ideológicas y políticas propicias, hacen eclosión en el movimiento eugenésico del s.XX, que consistía en promover la reproducción de los superiores e inhibir la reproducción de los inferiores a través de una selección artificial mediante tecnologías biomédicas y sociales. Por ello vale la pena considerar algunas peculiaridades.
En primer lugar, el clásico cuadro estático de las razas superiores e inferiores (blancos, indios, orientales y negros), sobre todo después de que la versión monogenista (origen único de toda la Humanidad) comenzó a ser hegemónica, incorpora la idea según la cual la historia natural del hombre en cuanto especie biológica también habría producido la historia cultural, de modo tal que esa clasificación de las razas reproducía también los misterios del proceso civilizador en el cual algunas sociedades habrían progresado más rápidamente y mejor que otras. Al menos hasta mediados del s.XX es posible encontrar una gran cantidad de libros científicos en esta línea.
El racismo formó parte de una conceptualización más compleja de lo superior y lo inferior que incluye otras jerarquías de menor alcance: entre clases sociales, grupos o directamente nacionalidades, como gitanos, rusos judíos, hindúes, etc. De hecho la noción de misma de “raza” era confusa y ambigua, y a veces se la identificaba con “población” o con “nacionalidad”. También eran frecuentes durante las primeras décadas del s.XX, referencias a grupos de inferiores como delincuentes, prostitutas, alcohólicos, enfermos en general (epilépticos, locos, sifilíticos, tuberculosos), agitadores políticos, ácratas (anarquistas), maximalistas (bolcheviques).
Es importante considerar el rol que cumplieron las políticas de control de la inmigración de muchos países y cómo los discursos racistas se articulaban en función de esas políticas. Desde las primeras décadas del s.XIX hasta mediados del XX masivas corrientes migratorias salieron desde Europa hacia distintos países (sobre todo EEUU, Brasil, Argentina, Australia). Al principio se favoreció la inmigración casi sin restricciones por distintos medios de promoción. Pero a comienzos del s.XX (variando entre países) se comienza a limitar la entrada de determinados grupos, razas o individuos. Una constante es la identificación inmigrante=delincuente, incluyendo la criminalización de las luchas obreras. En este contexto, muchos países instalan un discurso sobre la recuperación de la “pureza de la raza original”, instando a la recuperación de un pasado mítico glorioso que se habría perdido por la mezcla racial con grupos inferiores. En los países receptores de inmigrantes el panorama varía. Por un lado, los que habían exterminado a los pueblos originarios, utilizaban el argumento, racista también, consistente en determinar cuál sería la mejor mezcla de razas exóticas para conformar la raza local. Pero, en los países que tenían una proporción importante de población originaria (Perú, México o Bolivia), se establecía un debate entre el discurso sobre la mejor inmigración deseable y que debía suplantar a la original, y el que pretendía el rescate del glorioso pasado perdido, por ejemplo el imperio Inca, Aymara, Azteca, etc.
Hasta aquí, historia conocida. Pero la confusión categorial entre diversidad y desigualdad no solo ha sido un tópico exclusivo de los que justificaron la hegemonía europea, incluidas sus aventuras coloniales, la esclavitud y la estigmatización de los pobres. También opera en sentido inverso. Cada tanto aparece algún artículo que intenta mostrar lo absurdo y erróneo del racismo señalando que el genoma humano no muestra diferencias entre las llamadas “razas”. Pero, ¿qué pasaría si el genoma mostrara otra cosa? ¿volvemos a esclavizar a los africanos? ¿y si el genoma demostrara que ellos deben esclavizar a los blancos? El mismo error cometen quienes pretenden otorgar derechos a los grandes simios sobre la base de que se comparte un altísimo porcentaje genético. Estoy de acuerdo en el respeto a los animales, incluso si lo quieren llamar “derechos”, pero ello no tiene ninguna relación con el genoma. ¿Por qué no defender los derechos de los helechos que, aunque menos que los grandes simios, comparten buena parte del genoma también? También se equivocan algunos constructivistas (fundamentalistas, valga la paradoja) en educación y en ciencias sociales que, políticamente correctos al fin, desconocen diversidad, a partir de una concepción errónea y forzada de la igualdad y con ello esperan resolver, conceptualmente al menos, la desigualdad.
Mientras que hasta mediados del siglo XX se intentó justificar la desigualdad a partir de la diversidad, el error inverso es intentar justificar la igualdad a partir de la NO diversidad. Ambos extremos del error responden al mismo defecto epistemológico consistente en esperar que la ciencia provea respuestas a problemas sobre los que no tiene incumbencia. Somos diversos, muy diversos y con capacidades cualitativa y cuantitativamente distintas, y las ciencias naturales pueden decir mucho de ello. Pero ellas no tienen nada para decir sobre la desigualdad (o la igualdad). Se trata –siempre se trató- de una cuestión política.
Héctor Palma es profesor en Filosofía (Universidad de Buenos Aires), Magister en Ciencia, Tecnología y Sociedad (Universidad Nacional de Quilmes) y Doctor en Ciencias Sociales y Humanidades (Universidad Nacional de Quilmes). Actualmente es profesor Titular concursado de Filosofía de las Ciencias e investigador del Centro de Estudios de Historia de la Ciencia y la Tecnología ‘J. Babini’ en la Universidad Nacional San Martin (UNSAM). Sus temáticas de investigación se han centrado por un lado en la historia y filosofía del evolucionismo, con especial atención en el darwinismo, y por el otro lado en el estudio de las metáforas científicas.
PDF: Diversidad y desigualdad. Breves notas para tiempos de racismo y xenofobia.