En mayo de 2000, cuando se discutía en torno a la implementación del Plan de Salud Mental de ese año, el médico psiquiatra chileno Juan Marconi, pionero en abordar problemas de salud mental desde una perspectiva comunitaria en sectores pobres de Santiago durante los últimos años de la década de 1960, sostenía que en nuestro país no estaban dadas las condiciones para implementar un plan de salud mental centrado en la comunidad. La atomización social producida por la dictadura de Pinochet había hecho extraordinariamente difícil la aplicación de programas horizontales, no jerarquizados e integrales que apostaran por el liderazgo de agentes de cambio masivo insertos en la propia comunidad.
Surge así la primera inquietud respecto a cómo abordar un problema relegado por la sociedad chilena desde que se sentaron las bases de la medicina social en los años 30 del siglo pasado y que al mismo tiempo representa una demanda que se desborda progresivamente. Porque salvo el programa de psiquiatría intracomunitaria implementado por Marconi, que demostró en menos de un lustro que la comunidad estaba preparada para resolver sus problemas de salud mental de manera mucho más eficaz que los médicos y a un costo mucho menor, los intentos emprendidos en este campo desde el retorno a la democracia no han logrado revertir las cifras que nos sitúan como los cuartos consumidores de benzodiazepinas en Latinoamérica (4 millones de cajas al año), con un cuarto de nuestras niñas y niños víctimas de maltrato infantil, con el suicidio como la segunda causa de muerte en personas entre 20 y 44 años, mucho mayor que en los países del OCDE con los que nos gusta tanto compararnos, y con índices progresivos de depresión año a año. Todos datos obtenidos de encuestas nacionales y fuentes indirectas, porque no solo se ha ignorado la gravedad de los índices sino que poco o nada se ha invertido en sacar a la luz, con estudios epidemiológicos de peso, una realidad que permea todos los ámbitos de nuestra vida personal y social, evidenciando que no hay peor ciego que el que no quiere ver.
El año 2000 se promulgó el actual Plan Nacional de Salud Mental y Psiquiatría, siguiendo en teoría el modelo biopsicosocial, esto es, la consideración de aspectos biológicos, psicológicos y sociales en la pérdida de la salud mental, lo que obligaba a poner el énfasis tanto en la comunidad como en la prevención. Con la misma lógica del Plan AUGE se definieron seis áreas prioritarias, lo que muestra a primera vista, sin un análisis en profundidad, que la propuesta de un modelo integral quedó supeditada al modelo económico imperante. Más aún, la implementación hasta el día de hoy de solo tres de las seis áreas prioritarias originales y el hecho de que las patologías neuro-psiquiátricas y de salud mental correspondan a menos del 5% de las patologías cubiertas por el AUGE, justifica el título de esta nota.
De acuerdo al programa trazado por el Plan, este año 2014 se incluirían como patologías AUGE el déficit atencional, la depresión adolescente, el trastorno bipolar y el maltrato infantil. Dos problemas complejos emergen de lo anterior. En primer lugar, la supeditación de los criterios de salud a los vaivenes económicos, lo que torna incierto un plan que precisamente busca atacar la precariedad a la que se haya sometida la salud mental en nuestro país. En segundo lugar muestra la preocupante patologización de situaciones que deben abordarse integralmente y desde la prevención. Esto último explicaría en parte las cifras negativas que siguen campeando en la salud mental chilena.
Otro de los compromisos del Plan que no ha sido cumplido es el del financiamiento. De acuerdo a lo programado, se incrementaría entre un 0,5 y 1% el presupuesto anual de salud mental hasta llegar a un 5% en 3 a 5 años. El 2008 solo llegaba a 3,14% e incluso fuentes no oficiales señalan que el 2012 habría bajado a un 3%, la mitad de lo estimado para ese año. Lamentablemente la definición integral del Plan se queda solo en lo teórico. En un contexto como el actual donde se plantean reformas importantes que inciden directamente en los temas que hemos tratado es de esperar que surja urgentemente un debate en torno a la necesidad de implementar políticas públicas en salud mental que apuesten por el fortalecimiento de los vínculos comunitarios y por la prevención de los principales problemas que nos aquejan. Esto supone rescatar y fortalecer una infraestructura de participación y organización social, así como la red de atención primaria de salud, aspectos que solo pueden potenciarse en un marco de democracia participativa y de cobertura universal de derechos humanos. Respecto a esto último, una más de las deudas pendientes en nuestra legislación ha sido la discriminación legal que sufre la salud mental respecto a la salud física. El derecho a la salud consignado en la Constitución es ambiguo y en la práctica tanto el sistema de salud público como el privado discriminan a la salud mental con una menor cobertura respecto a la física. Urge que demos el mismo estatus a la salud mental para que al menos en lo formal dejemos de vulnerar derechos humanos básicos de los chilenos.
Claudia Araya Ibacache es Doctora en Historia por la Pontificia Universidad Católica de Chile. Sus intereses se orientan a la historia de la medicina y la psiquiatría durante los siglos XIX y XX. Su reciente tesis se tituló “Profesionalización de la psiquiatría en Chile: saberes y prácticas, 1826-1949”. Además es co-editora del libro «República de la Salud: Fundación y ruinas de un país sanitario. Chile, siglos XIX y XX”.
PDF: Salud mental, la cenicienta de la salud pública chilena.